Quedé atónito, en una sola pieza, aquella mañana al escuchar unos disparos por una de las calles que suelo tomar todos los días rumbo a mi trabajo. El desenlace, otra persona muerta a causa de la violencia brutal que nos abate.

Por Oscar Pineda
Pronto el escenario que se suele observar, personas corriendo tratando de protegerse, y luego, la desolación y tristeza de los familiares de la persona fallecida. Y pensar que dicha persona recién unos minutos atrás se despedía de esos seres queridos en búsqueda del sustento diario. Así se vive en Guatemala, y en muchos otros países de nuestro continente.

Para completar este desafortunado cuadro cotidiano, el arribo de las ambulancias, el Ministerio Público, los curiosos de siempre, el tráfico, etc. Pero, en el lugar también se hace presente un elemento más, casi imperceptible para la mayoría de personas: la indiferencia. Todos seguimos nuestras actividades como si nada hubiese acontecido. El obrero, el estudiante, el profesional se molestan porque posiblemente lleguen tarde a su actividad diaria. Nada parece ya inmutarnos.

Cada muerte es lamentable porque representa un fracaso para nuestra sociedad, pero más importante, cada muerto es una vida tan valiosa como la tuya y la mía. Cada víctima es una familia rota, sueños rotos, corazones rotos.

​Se me ocurre lanzar los siguientes cuestionamientos a manera de reflexión: ¿qué podemos hacer desde nuestra familia para revertir tanto mal? ¿Qué se ha ido perdiendo en las familias?
La familia ocupa un sitio privilegiado para la promoción de actitudes y valores que consoliden el amor fraternal y la tolerancia.

En una charla amena con amigos de trabajo nos planteábamos la interrogante, ¿qué hacer ante tanta violencia? ¿Será que a través del incremento de los presupuestos de los ministerios relacionados con la seguridad todo cambiaría? ¿Será que legislar a favor de medidas extremas como la pena de muerte pondrían fin a la violencia? ¿Será que armarnos unos contra otras será la solución? ¿Cómo alcanzar esa anhelada paz?

Estoy consciente de que para alcanzar la paz hacen falta de muchos factores, ¿pero ¿qué tal si iniciamos desde la familia? Las situaciones cotidianas más normales pueden y deben de ser motivo de enseñar el respeto, la dignidad y la empatía.

David Isaacs expresa en su libro La educación de las virtudes humanas: “Creo que a todos los padres de familia les gustaría que sus hijos fueran generosos, solidarios, sinceros, responsables, etc. Pero existe mucha diferencia entre un deseo difuso que queda reflejado en la palabra “ojalá” y no como algo alcanzable. Si la formación de los hijos en las virtudes humanas va a ser algo operativo, los padres tendrán que poner intencionalidad en su desarrollo recalcando la paternidad responsable, educando siempre que se pueda. Por ello insisto aprovechar toda ocasión que ayude a fortalecer la paz y armonía en el hogar.

¿Por dónde empezar? Por planificar y llevar a cabo actividades de solidaridad en familia, creando espacios de comunicación, recalcando la importancia de convivir en paz y armonía. Demostrar con el ejemplo la capacidad de escuchar, la empatía, la solución de los problemas a través del diálogo y ponerlos en práctica seguido. El ejemplo de los padres es crucial, recordemos que “las palabras convencen, pero el ejemplo arrastra”

Hablar con nuestros hijos de las grandes causas de la violencia y la división y ayudarles a tener empatía con las víctimas, ayudarles a comprometerse a hacer la diferencia. Hablar a los hijos sobre el autodominio para no se dejen arrastrar a actos violentos, aunque sean de palabra. Pero ante todo, darles amor. 

Comments are closed.