Por Inés Gaytán / AFI Joven.
Hablar de los abuelitos me provoca varios sentimientos encontrados. No tengo muchos recuerdos de mis abuelos paternos, ya que fallecieron cuando yo era muy pequeña. Sus recuerdos son fotos, anécdotas que me cuentan sobre ellos y un juguete que mi abuelo me regaló y que ha sobrevivido al tiempo.
De mis abuelos maternos me acuerdo mucho más, ya que ambos fallecieron cuando yo ya era más grande. Recuerdo a mi abuela con sus trajes elegantes, su pelo negro y ojos claros. Recuerdo que hacía grandes esfuerzos por regalarme algo el día de mi cumpleaños y sus tradicionales “paches” navideños.
De mi abuelo tengo pocos recuerdos, ya que él vivía fuera de la ciudad, por lo que casi nunca podía verlo. Pocas veces compartí con él, pero aún recuerdo sus suéteres de invierno y su mirada fuerte. A pesar de esto, creo que nunca fui una persona tan cercana con ellos, de ahí que los sentimientos encontrados surgen.
Como parte de una clase de mi universidad, tenemos la oportunidad de hacer algún proyecto de voluntariado o acciones solidarias durante cada semestre. Al ser nueva, no sabía muy bien que elegir. Soy una persona muy tímida, pero me encanta realizar actividades de voluntariado en distintas instituciones para ayudar a los más necesitados y brindarles momentos de alegría.
Decidí inscribirme a un hogar de cuidados paliativos cercano a mi casa. “Está cerca y puedo terminar todas las horas con facilidad”, pensé. Nunca imaginé las grandes lecciones de vida que mis nuevos amigos de “tiempos lejanos” me iban a brindar.
Mi nuevo amigo se llamaba Mario. Era un señor de alta estatura, ojos claros que contaban un sinfín de historias, manos duras que habían trabajado bajo el sol por muchos años y un excelente sentido de la moda (en mi opinión): tenía la mejor colección de boinas que nunca había visto, una para cada día de la semana.
Era la persona más entusiasmada cuando nos miraba a nosotros, la nueva generación, entrar en el hogar con todo nuestro material de actividades que habíamos planificado para ellos. Por alguna razón, yo siempre gravitaba hacia su asiento. El señor Mario se había ganado mi cariño en poco tiempo convirtiéndose en mi nuevo abuelito.
En las pocas horas que le hacía compañía, que pintábamos y hacíamos manualidades juntos, me enseñó tanto sobre la vida: apreciar las pequeñas cosas, sonreír todos los días, agradecerle a Dios mis bendiciones y oportunidades, a conocerme y respetarme a mí misma primero para luego saber cómo respetar a los demás y exigir ese mismo respeto de vuelta: “Nunca menos, señorita Inés, siempre más”, repetía mientras me tomaba de las manos.
El señor Mario tenía un excelente sentido del humor, se reía de todo y hacíamos bromas con los demás. Por todas las travesuras que había hecho de joven y que tuve la oportunidad de escuchar, era alguien que sin duda sabía disfrutar cada momento.
A pesar de que conocí a mi nuevo abuelito hace más de un año, el último día de voluntariado nunca lo olvidaré. Era jueves y como despedida, decidimos llevar música de marimba (la favorita del hogar) y les llevamos una refacción especial. Inmediatamente el señor Mario bailó conmigo y me dijo unas palabras que nunca olvidaré: “Esto es lo que nosotros queremos: que no se olviden de nosotros.”
Palabras simples que me llegaron al alma. Muchas veces creemos que las personas mayores no merecen tener un espacio en nuestra sociedad, que “su opinión no cuenta por ser anticuados”, que tienen que aprender a adaptarse, que deben de apurarse y dejar de analizarlo todo. Pero, ¿estuviera yo escribiendo esto y ustedes leyéndolo si no fuera por ellos?
Al ser personas con más experiencias que nosotros, más sabios, los padres de nuestros padres, somos su herencia, merecen todo el respeto posible y merecen tener una vida digna, ser amados y respetados por todos nosotros. Las personas mayores, nuestros abuelitos, son las personas más importantes de nuestra sociedad ya que sin ellos, no fuéramos. Son el centro de nuestras familias. Su vida es tan valiosa como la de todos los demás.
Quisiera poder regresar el tiempo y abrazar nuevamente a mis abuelos, contarles de mi vida, saber de ellos, escuchar sus historias y copiar las recetas de comida de mis abuelitas. A pesar de tener pocos recuerdos con ellos, nunca los he olvidado. Así que si aún tienes a tus abuelitos con vida, considérate dichoso/a.
Aprovecha cada momento con ellos, escúchalos con paciencia, abrázalos y pon mucha atención a sus historias y anécdotas, de todo se aprende en esta vida y ellos son los mejores maestros que podemos tener. Y sí ya no los tienes, como yo, nunca los olvides. Mantenlos vivos en tu corazón y memoria, en tu forma de ser. Represéntalos con tus acciones, pon en práctica todo lo valioso que te enseñaron en vida y siéntete orgulloso de dónde vienes.
Cuando esta cuarentena pase, créanme que haré todo lo posible por regresar a compartir con mi nuevo abuelito y a terminar una sesión de “¿cómo resolver sudokus?” que nos quedó pendiente (claro, él me iba a enseñar a mí ya que soy pésima para completarlos y a él se le hacían fáciles) y demostrarle que no, nunca me he olvidado de él y nunca podré.
2 Comments
¡Gracias Inés por tan bellas y sabias palabras! Estoy segura que tus abuelitos jamás se olvidarán de ti. Te ageadezco por tenerlos en tu mente y llevarlos en el corazón.
Ufffff que flecha al corazón has lanzado. Gracias por hacernos ver, reflexionar y levantar la voz por quienes fueron el camino para que naciéramos. Honrarlos con nuestra vida… gran consejo sabio!!!! Bien escrito y dicho.