Una mamá que como muchas fue extraordinaria, que me construyó un palacio sin ser millonaria.
Por A. Berganza
Por A. Berganza
Confieso que viví mi infancia en un castillo como los de las películas de Walt Disney, lleno de luz y de magia, todo un paraíso. En mis recuerdos no cabe más dicha.
Nos daban diariamente dos centavos a mi hermano y a mí para golosinas en la escuela. Ahorrábamos un centavo para el regalo del día de la madre o para comprar una pelota de fútbol.
Mi madre nos hacía los cuadernos. Compraba papel manila de ese que yo veía que se usaba en tiendas para envolver pan. Cortaba con primor los pliegos para hacer hojas de cuaderno, y luego las cosía con una máquina Singer de pedales que le habían regalado mis abuelos. Sonreía con satisfacción al dárnoslos.
Con esa misma máquina nos hacía las camisas y le cosía, cuando se lo encargaban, vestidos o blusas a señoras de la aldea que le pagaban 25 o 50 centavos por pieza.
En el primer encuentro al regreso de la escuela los ojos de mi madre eran como un espejo en el que yo me reflejaba como un tesoro. Nos cocinaba a la medida de nuestros gustos. No podíamos pedir más. Cuando hacía mucho frío en el camino yo ansiaba llegar para recibir el calor de sus abrazos. Nunca supe por qué no teníamos suéteres ni me lo pregunté. Tampoco me pregunté por qué usábamos sandalias en vez de zapatos.
En las noches nos sentábamos un rato alrededor de candelas o candiles de kerosina con el canto de los grillos en el fondo.
Llegaba el día de la madre. Yo había pasado pensando en el regalo. No sabía por qué siempre escogía bien. Una vez le regalé una ollita de aluminio, y los ojos le brillaron como soles al recibirla. Yo sentí reventar de felicidad por haber dado justo con lo que ella más necesitaba.
Muchos años después, visitando el palacio de Versalles, pensé que era poca cosa comparado con el paraíso que mi madre nos había construido sólo con su corazón para vivir nuestra infancia.
Nos daban diariamente dos centavos a mi hermano y a mí para golosinas en la escuela. Ahorrábamos un centavo para el regalo del día de la madre o para comprar una pelota de fútbol.
Mi madre nos hacía los cuadernos. Compraba papel manila de ese que yo veía que se usaba en tiendas para envolver pan. Cortaba con primor los pliegos para hacer hojas de cuaderno, y luego las cosía con una máquina Singer de pedales que le habían regalado mis abuelos. Sonreía con satisfacción al dárnoslos.
Con esa misma máquina nos hacía las camisas y le cosía, cuando se lo encargaban, vestidos o blusas a señoras de la aldea que le pagaban 25 o 50 centavos por pieza.
En el primer encuentro al regreso de la escuela los ojos de mi madre eran como un espejo en el que yo me reflejaba como un tesoro. Nos cocinaba a la medida de nuestros gustos. No podíamos pedir más. Cuando hacía mucho frío en el camino yo ansiaba llegar para recibir el calor de sus abrazos. Nunca supe por qué no teníamos suéteres ni me lo pregunté. Tampoco me pregunté por qué usábamos sandalias en vez de zapatos.
En las noches nos sentábamos un rato alrededor de candelas o candiles de kerosina con el canto de los grillos en el fondo.
Llegaba el día de la madre. Yo había pasado pensando en el regalo. No sabía por qué siempre escogía bien. Una vez le regalé una ollita de aluminio, y los ojos le brillaron como soles al recibirla. Yo sentí reventar de felicidad por haber dado justo con lo que ella más necesitaba.
Muchos años después, visitando el palacio de Versalles, pensé que era poca cosa comparado con el paraíso que mi madre nos había construido sólo con su corazón para vivir nuestra infancia.
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