Un 8 de marzo con aroma a intolerancia

El principio de igualdad ante la ley se pisotea y se cambia por el principio de imposición del supremacismo, no de la mujer, sino de la idea maniquea construida por el feminismo sobre ella, que incluso desecha y menosprecia a las mismas mujeres que no lo comparten.


Si hasta hace unos cuantos años cuando las primeras mujeres en Guatemala deciden salir a las calles a exigir la igualdad ante la ley y que sus problemas sean visualizados para ser atendidos, sentaban un precedente que cambiaría las dinámicas de relaciones en la sociedad, pero no entendiendo a hombres y mujeres en extremos opuestos de una ecuación, sino cómo los prejuicios machistas se podían imponer como muestra de arrogancia e ignorancia.

Pero de un tiempo para acá el radicalismo se apoderó y secuestró tal fecha conmemorativa, ahora resulta que el problema sí era una sociedad divida en dos, donde los sexos se contraponen, donde el aborto se plantea como una reivindicación de libertad como hace cien años se exigía el voto universal, donde el principio de igualdad ante la ley se pisotea y se cambia por el principio de imposición del supremacismo, no de la mujer, sino de la idea maniquea construida por el feminismo sobre ella, que incluso desecha y menosprecia a las mismas mujeres que no lo comparten.

La idea edulcorada de justicia del feminismo radical ha pisoteado la construcción de la República de la igualdad ante la ley y que el mismo feminismo de finales del siglo XIX y buena parte del XX luchó e incluso, defendió con base en la sangre. Ahora, resulta que todo aquello fue una pérdida de tiempo e intentan llevar a la sociedad de regreso a la idea de la superioridad de un conglomerado con relación a los demás.

El feminismo radical tomó el escenario e hizo de su palestra de intolerancia ya no solo el hombre, el enemigo ideal, sino todo lo que represente la familia, incluso hizo de  las mismas mujeres que ahora, asumen la defensa de su familia, las enemigas de segunda línea para el feminismo radical.  

Asumen que el patriarcado las usa para eternizar la dominación, algo parecido a cómo antes antes se planteaba en los discursos marxistas, donde el proletariado luchaba contra la burguesía, hacia las clases medias, sus esbirros contra los proletarios.

Hoy, esa mujer que asume su religión como modo de vida, la que defiende a sus propios hijos, se define como el obstáculo para la destrucción del sistema.

Cada año, las manifestaciones del 8 de marzo, además de elevar el nivel de violencia y menosprecio hacia el patrimonio de la ciudadanía, ha ido sumando más jóvenes que han sido captadas a partir de la necesidad de aceptación social, de guía en un mundo material que requiere cada vez más estabilidad emocional para sobrellevar retos.

Claro, existen explicaciones simplistas como de que todo lo malo tiene un solo origen y, como los antiguos marxistas decían, luego de acabar este sistema burgués el paraíso del proletariado surgiría. Claro, la falta de autoestima de las jóvenes hace que los profesionales del discurso les vendan la idea de la destrucción del «patriarcado» y la imposición de un régimen igualitario donde algunos sean más iguales que otros y no me refiero a ese idea etérea de mujer, sino a la iluminada y con superioridad moral con la que se presenta la feminista moderna.

¿Para eso lucharon las primeras mujeres que buscaban la igualdad prometida por la República? ¿Es esto lo que buscan las tantas y tantas organizaciones internacionales que adornan con dinero a estas corrientes pseudorevolucionarias? ¿Es el feminismo tóxico y autodestructivo la respuesta a la violencia que sufrimos todos?

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